¿DEBEMOS PREMIAR O CASTIGAR?
En muchas ocasiones, cuando se trata de la educación de los hijos, los padres se encuentran ante la impotencia de no saber si están imponiendo demasiados límites o si son excesivamente benévolos, si deben premiar o castigar. Esta duda perdura a lo largo de todos los años de educación y va aumentando a medida que el adolescente va adquiriendo la capacidad de rebatir. Por eso, es importante saber si cuando se castiga o premia al niño o al joven adulto, es porque no se sabe cómo hacer que deje de tener determinado comportamiento, o fruto de la frustración de no saber si se hace lo correcto.
Cuando queremos que una determinada actitud o comportamiento desaparezca los castigos son un recurso educativo muy útil. Cuando hablo de castigos me refiero a todo aquello que resulta desagradable, tanto una regañina como una bofetada… El problema es que sus efectos son muy breves: en seguida uno vuelve a las andadas, pero como produce una reacción tan inmediata, tendemos a usarlos más que los premios.
En el caso de los niños más pequeños los castigos tienen más efectividad, sin embargo, aunque en ese momento se consigue la reacción esperada, las consecuencias de utilizar en exceso el castigo no sólo no le ayudan, sino que le generan diferentes sentimientos contradictorios tales como culpabilidad, tener una mala imagen de sí mismo, impotencia porque en muchos casos no entienden el motivo del castigo, miedo a que no le quieran (lo que genera que aumente su mala conducta) y pérdida de confianza y respeto por el padre/madre, ya que en ocasiones, cuando se castiga, se hace por estar enfadado con el niño y no porque eso sea lo más adecuado para él, y esto el joven lo percibe. Por eso, si hay que castigar, es mejor no hacerlo enfadado/a, no volverse atrás y tratar de que el hijo/a lo entienda.
Los premios, en cambio, favorecen la autoestima y su efecto es duradero, aunque la primera reacción no sea tan inmediata. Sobre todo cuando hablamos de premios relacionados con palabras y actitudes de valoración. Con ellos se aprenden mejor si se valora más el esfuerzo que el resultado. Cuando hablamos de premios nos referimos a todo aquello que resulta grato, no solamente a los regalos, que pueden convertirse en una forma de soborno, sino sobre todo, a la atención, la aprobación, las muestras de afecto… que son, incluso, más eficaces. Con el premio le estamos transmitiendo que confiamos que su actitud la pueda mantener porque él es “capaz” de conseguirlo.
Es decir, es importante que el jovencito/a vea que nosotros confiamos en que él es capaz de realizar determinado comportamiento. Me refiero a la diferencia entre ser y estar. Es importante que el joven aprenda que él tiene la capacidad de “ser” una persona que puede conseguir lo que se propone y de ser capaz de marcarse límites, y que cuando tiene una actitud inadecuada es porque “está” en un momento en el que mantiene esta actitud. La razón es porque el “ser” perdura en el tiempo y el “estar” pasa con el momento.
Todas estas circunstancias hacen que sea preferible educar los comportamientos por medio de los premios y usar los castigos como último recurso.
La relación con los hijos es algo complejo, porque afecta a toda la vida de los padres, es mucha la responsabilidad y hay diferentes exigencias y sentimientos contradictorios. Tal cual hemos comentado en artículos anteriores, la educación es el proceso por el que transmitimos al niño y al adolescente que le queremos por el echo de haber nacido, sin estar esto condicionado a que tenga determinado comportamiento, con esto le estamos diciendo que le queremos por lo que es; esto fomentará su autoestima y ayudará en el proceso de separación de los padres, que en definitiva es a lo que tiende el proceso educativo.
Qué queremos conseguir educando.
Por lo tanto, el objetivo de la educación es la autonomía, que no se consigue únicamente con el afecto y la autoridad, sino que necesita irse experimentando poco a poco a lo largo del desarrollo. Por eso, la libertad es otro de los ingredientes esenciales para que los hijos sean capaces de encontrar una manera de estar en el mundo sana con la que se sientan identificados, con la que puedan ser ellos mismos y aceptarse como son, para que puedan decidir. Pero esto solo no es suficiente para apoyar al hijo en su desarrollo. Es necesario también que haya una autoridad que le ponga unas normas y le ayude a cumplirlas.
De ahí que tanto el afecto, la autoridad, como la libertad tienen que estar siempre presentes en la relación con los hijos. El grado en el que éstas se tengan que dar dependerán en gran manera del momento evolutivo en el que se encuentre el niño/a o adolescente. En los primeros años de vida el afecto se volverá esencial debido al desvalimiento del menor y a la necesidad de aprender a confiar y querer. A medida que el hijo crece el afecto permanecerá, pero se volverá esencial el manejo de la libertad. Durante la adolescencia, los padres tendrán que manejar hábilmente tanto el afecto, como la autoridad y la libertad.
Si no existe un buen equilibrio en la manera en que se transmiten nos encontraremos con dificultades en el proceso de desarrollo del joven adulto.
Los padres que dan demasiado afecto son sobreprotectores por lo que mantienen al hijo en una situación infantil, lo que provoca que el joven se llene de miedo a la hora de enfrentarse a situaciones cotidianas y dependa de sus padres a la hora de tomar decisiones, con lo que no aprende que él puede hacerlo.
Si hay un exceso de libertad, el joven se sentirá abandonado ya que no se siente acompañado en el proceso de crecimiento, esto puede provocar que le cueste mucho tener relaciones afectivas e integrarse en la sociedad.
¿Por qué mi hijo se rebela?
El exceso de autoridad puede anular la iniciativa personal, la capacidad de tomar decisiones…, pues, ante el autoritarismo, sólo hay dos posturas: rebelarse, haciendo lo contrario, o someterse, haciendo lo que le mandan. En ambos casos, el joven no se sentirá valorado por sus padres, porque con la rebelión busca que sus padres se den cuenta de que está capacitado para tomar decisiones, esto genera una postura más autoritaria en la madre/padre, lo que agravará la situación. Si el joven no se rebela le costará encontrar la vía para hacerse adulto.
En resumen, los padres con sus actitudes hacia el hijo: afecto, autoridad y libertad, premios o castigos…, le ayudan a desarrollarse y a crecer en autonomía para vivir en sociedad, pero el protagonista, el que hace el esfuerzo, es el hijo, y esto no podemos olvidarlo.